La carrera de Dylan Navarro dejó de ser una promesa y hoy es una realidad a fuerza de nocauts. Así como modestamente, sin hablar, pidiendo permiso; se metió en un gimnasio de boxeo hoy representa un cheque en blanco para los promotores que buscan perlas hasta en el subsuelo.
Dylan avanza a paso firme. Debajo del ring como un pibe silencioso, que sabe lo que quiere y que siempre se encomienda a Dios antes de una guerra. Después se calza el pantalón azul que alguna vez su entrenador Diego Sañanco utilizara en el Luna Park y en las batallas que libró en Canadá y en Rusia y sale, respetuoso, a cumplir con su faena. Algo de esa mística guerrera, india y corajuda parece transmitirse en la portación del uniforme más preciado: en ese humilde legado que el maestro le concede al pupilo, queriendo reflejarse en él, transmitiéndole sus virtudes y sus conocimientos.
Si bien es un boxeador aún en formación, Dylan tiene el arma más importante: su propia convicción. Entrena con el mismo bajo perfil que tiene en su vida diaria y se prepara con la conciencia de saber que nada es fácil y que todos los rivales suben con su mismo objetivo. A ganar y a darlo todo.
Todo lo que lo rodea es humildad. Los comerciantes de su barrio que lo ven transpirar disfrazado por los auriculares gigantes en donde brota la música religiosa que le llega al corazón, sienten que tienen que acompañarlo. Y los vecinos de esas calles barrosas, sin asfalto con perros sin dueño que le ladran al destino lo identifican como un campeón sin que haga falta portar una corona. Para qué. Si la gloria está a la vista.
Navarro siente que en cada uno de sus combates, no sube solo. Que cada vez hay un número más grande de seguidores, que él mismo sedujo sin querer y que se ganó con el sudor y el esfuerzo de sus músculos.
Así como comenzó pegándole a la bolsa pero diferenciándose del resto de sus compañeros de gimnasio, hoy asoma como una figura en ascenso: un hijo de la ciudad llena de campeones y en especial, un noqueador frío y cerebral de los que ya no hay.
Aunque todavía no termine de cortar el cordón umbilical del amateurismo y conserve algunas resabios de aquella etapa sin cabezal, Dylan suma y sigue imponiendo un estilo propio. Pelea cada vez mejor y con una fórmula sencilla pero eficaz. Desde el minuto cero sale a imponer su presencia; no se desgasta en estrategias complicadas y se planta fuerte aunque su talla –en principio- no intimide. El rigor de su pegada se hace sentir, sobre todo porque aparece derrumbando defensas; rompiendo y desgastando en las zonas sensibles. Aunque sea la receta básica de la defensa, sus combinaciones y ganchos abajo no son fáciles de frenar. Se ven pero inexorablemente, llegan a destino y son inevitables. Dañinos.

Aprendió a quitarle aire a sus rivales, buscando ahí: sacando golpes en cantidad y con efecto pleno. Y esa destrucción casi siempre, comienza abajo pero inexorablemente termina arriba. Y con oponente sufriendo castigo o resignado en la lona. Aunque tenga todavía detalles para pulir y no aparezca en las grandes medios, Navarro es uno de los que hará quedar bien a la historia boxística del Chubut cuando le toque. Ya debutó en la pantalla, volvió a mostrarse ante los ojos achinados de Marcos Maidana quien ya le habría propuesto firmar un contrato para trabajar hacia un proyecto mucho más ambicioso. Cumplida su misión, el pibe surgido del INTA saluda a su familia enfundado en la bandera de siempre y recupera la normalidad con la que su barrio y su gente, lo disfrutan. Se baja del ring, marca la tarjeta y espera al que sigue, sabiendo que todos lo quieren desbancar. Mira al cielo y agradece, porque cada victoria es una gloria que tiene dueño. Un “gracias” profundo del pibe que portando cara de bueno, es capaz de noquear al que se le cruce. Ismael Tebes/PdS.
